En los primeros días del mes de abril de 1784, aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde, el viejo mariscal de Richelieu, antiguo conocido nuestro, después de haberse impregnado las cejas con un tinte perfumado, rechazó con la mano el espejo que sostenía su ayuda de cámara, sucesor, pero no sustituto, del fiel Rafté, y, moviendo la cabeza con aquel gesto que le era propio, dijo: —Vamos. Ya estoy preparado. Se levantó de su sillón y se sacudió con ademán juvenil las motas de polvo blanco que habían volado de su peluca a su pantalón azul celeste. Seguidamente, y después de dar dos o tres vueltas por el cuarto de aseo a fin de desentumecer las piernas, dijo: —Que venga mi maestresala. Cinco minutos después, el maestresala se presentó en traje de ceremonia. El mariscal adoptó el gesto grave que requería la situación. —Monsieur —dijo—, supongo que me habréis preparado un buen almuerzo. —Por supuesto, monseñor. —Os han entregado la lista de los convidados, ¿verdad? cubiertos, ¿no es —Recuerdo exactamente el número, monseñor. Nueve eso?
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