Mickey Mouse, Hello Kitty y Pikachu tienen algo en común: encajan plenamente en el patrón estético de lo que en inglés llaman «cute» y que en español identificamos con las cosas monas, adorables, achuchables... en definitiva, con lo Cuqui. Son figuras, muñecos, personajes u objetos que despiertan nuestra ternura, nuestra capacidad de empatizar y proyectar amor por su combinación de colores, sus formas redondas y suaves, o su tamaño pequeño y manejable. Lo Cuqui está por todas partes, nos despierta emociones y adhesiones, nos anima a comprar y a coleccionar; nos tatuamos, decoramos nuestra casa, forramos nuestras carpetas y tapizamos nuestros coches con motivos cuquis. Es indiscutible, pues, que lo Cuqui tiene poder. Pero ¿en qué consiste ese poder? Simon May parte de la idea de que lo Cuqui no es solamente un capricho estético o una moda del momento, sino uno de los factores que explican nuestra época: una expresión de los miedos y las inquietudes que nos provoca la transformación constante –política, económica, tecnológica– del mundo en que vivimos. Nos refugiamos en las cosas cuquis porque la realidad es fea, y lo Cuqui es un antídoto y una forma de control cuando la incerteza y el malestar se abren paso en nuestras vidas. Ese es, a grandes rasgos, el poder de lo Cuqui: mostrarnos con detalle el tipo de sociedad en que vivimos, protegiéndonos de paso contra sus efectos desasosegantes.
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