"Siempre allí, sentada tras el mostrador con la cabeza baja inclinada sobre la primorosa labor. Las manos largas y suaves, finas y blancas, movíanse ágiles, llevando la aguja de un lado a otro. Los ojos grandes, soberbios guardadores de una intensidad impresionante, quietos sobre el bastidor…
Alzólos ahora, y la divina luz de sus iris fascinadores se fijó apasionadamente en el cuerpo de un hombre de complexión atlética, que, ajeno a todo lo que no fuera la muchacha, avanzaba lentamente en dirección a ella.
—Hola, cariño —saludó dulcemente, buceando avaricioso en aquellas pupilas ardientes que mostraban un amor grande, infinito, sin reservas—. Tardé ¿verdad?"
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